El proyecto de la Torre Eiffel iluminada nació como consecuencia de un encuentro casual entre dos hombres geniales.
En 1914, las tropas alemanas avanzaban rápidamente hacia el corazón de Francia y el ministro de la guerra decidió pedir apoyo a los empresarios que, tras ser reclamados inicialmente como soldados en el frente, fueron rápidamente reconvocados para confiarles encargos estratégicos en función de sus posibilidades y su disponibilidad.
El encuentro tuvo lugar a instancias del Ministerio y participaron en él importantes representantes de marcas automovilísticas francesas, entre ellos André Citroën, que en ese momento todavía no producía coches. También asistió un italiano que llevaba años viviendo en París, Fernando Jacopozzi, un florentino nacido en 1877 (solo unos meses mayor que André Citroën) y que trabajaba como decorador especializado en un nuevo arte, el de la iluminación eléctrica.
Que a París se le llamara la Ciudad de la Luz no era por casualidad: en el centro de la ciudad, al caer la tarde, se encendían y resplandecían millones de bombillas de colores que señalaban los numerosos carteles de los locales de la ciudad y que iluminaban los monumentos y los puntos de interés turístico. Jacopozzi, en particular, había iluminado el Arco del Triunfo, la Columna de la Place Vendome y la propia Notre Dame con unas estructuras de luz que cada noche ponían de relieve las formas de estos monumentos inmortales.
Fernando Jacopozzi se encontraba en esa sala del Ministerio de la guerra porque le había sido encomendado un encargo de alto secreto: los Zeppelin alemanes habían hecho ya gala de su mortífera capacidad de bombardeo desde alturas que les hacían inaccesibles para los aviones de caza y para los cañones antiaéreos. París era tan fácilmente visible desde el aire que necesitaba inventar un señuelo, de modo que Jacopozzi recibió el encargo de reproducir, con sus lámparas, una parte de la ciudad en el vecino bosque de Fontainebleau para engañar a los dirigibles alemanes.
Esa fue la ocasión en que André y Fernando se conocieron y se prometieron volver a verse después de la guerra para realizar algo en común.
Pasaron los años y en 1922 el mundo era muy distinto respecto a ocho años atrás: la Gran Guerra había finalizado, los dirigibles alemanes se habían convertido en pacíficos medios de transporte y André había cambiado la producción de proyectiles por la de automóviles: el popular 10HP y el novísimo 5HP estaban motorizando Francia y toda Europa gracias a los ahorros conseguidos por la producción en gran serie importada por André Citroën en el viejo continente.
Durante ese tiempo el “mago de las luces”, Fernando Jacopozzi, había vuelto a sus monumentos con el objetivo de iluminar un elemento simbólico de la capital francesa, nada menos que la “Dama de Hierro”, la Torre Eiffel. El cliente identificado para el proyecto era el industrial francés más rico de la época, Louis Renault, que durante la guerra había proporcionado miles de carros de combate al Gobierno francés. El encuentro con Jacopozzi, iniciado con muy buenas intenciones, terminó cuando el italiano planteó los costes del proyecto. Como era habitual «el patrón del rombo” puso fin a la conversación y Jacopozzi fue acompañado fuera.
Entonces, el italiano se acordó de Citroën, el hombre visionario que en aquel encuentro de 1914 prometió 5.000 granadas diarias al Ministerio de la guerra y pocos meses después le proporcionaba 50.000. Jacopozzi le llamó y le propuso el proyecto.
Su idea era simple: necesitaba solo 200.000 bombillas, 100 km de cable y una pequeña central eléctrica que se podía accionar mediante el agua del Sena. Con ello podría escribirse el nombre “Citroën” en letras de 30 metros de altura en los cuatro lados de la Torre Eiffel, que se convertiría así en el anuncio luminoso más grande del mundo.
Citroën dudó durante algunos minutos: la Torre Eiffel era su sueño, de pequeño había asistido a la evolución de las obras y la vio crecer desde su ventana. Luego había iniciado su actividad en el Quai de Javel, prácticamente debajo de la torre y había llevado adelante el proyecto de utilizarla como antena de su “Radio Citroën”, proyecto cancelado por el Gobierno francés que, proféticamente, temía una concentración de poder, riqueza y propiedad de medios de comunicación masivos en manos de una única persona.
Citroën agradeció que Jacopozzi le hiciera la propuesta, pero tuvo que rechazarla: las inversiones realizadas en las herramientas de producción (la enorme prensa americana para estampar los chasis monocasco) y el resto de costes de la compañía hacían inviable destinar una suma tan elevada a la realización del proyecto del italiano.
Cuenta la leyenda que, en aquel momento, Jacopozzi se alzó con una sonrisa maliciosa y dijo que una hora más tarde tenía una cita en la isla Seguin para proponer el proyecto de iluminación de la torre al industrial de la marca del rombo. En ese momento, Citroën palideció, invito a Jacopozzi a sentarse de nuevo y le dijo que dónde tenía que firmar para quedarse con la exclusiva de la iluminación de la torre para un período de 10 años.
Los trabajos se iniciaron de manera inmediata: un pequeño ejército compuesto por trabajadores de circo (trapecistas y malabaristas), ex militares de la Marina francesa, escaladores y acróbatas en general empezaron a montar la estructura con las bombillas en los cuatro lados de la torre, mientras en la isleta del Sena próxima al monumento se creaba una central eléctrica de 1.200 kW capaz de alimentar la instalación completa.
El encendido se realizó el 4 de julio de 1925. No está claro dónde estaba el propio André en ese momento ya que sus hijos proporcionaron dos versiones distintas: la primera que se encontraba en un bateau-mouche que navegaba por el Sena y la segunda que vio el encendido desde la explanada del Trocadero, pero, en cualquier caso, André tenía entre sus manos una copa del mejor champán para brindar por el encendido de una torre que guiaría a Charles Lindberg en su vuelo solitario de Nueva York a París y que tanta notoriedad daría al Doble Chevron, manteniéndose encendida hasta 1934. Con los años la configuración del escrito cambió, citando en ocasiones un determinado modelo y en otras insertando un enorme reloj, pero siempre representó para todos los parisinos y para todos los visitantes de la Ciudad de la Luz un punto de referencia inconfundible y estéticamente bellísimo además de ser uno de los primeros ejemplos de publicidad moderna.